Salvaslips

 Érase una vez un hombre al que le fue encargada la misión, aparentemente sencilla, de comprar salvaslips. 

   La que se lo había encargado era su mujer. Llevaban ya casi veinte años juntos, y en esos casi cuatro lustros el hombre debía de haber acompañado a su mujer a comprar salvaslips, y otras cosas, al menos, calculó así a bote pronto, unas mil veces. Y tal vez, se dijo, fuese este el problema: que siempre, o casi siempre, había hecho él de acompañante, de mero comparsa, de, digámoslo a las claras, bobalicón, en tales asuntos. 

   Porque el hecho es que una vez estuvo en el supermercado, frente al maremágnum de marcas, tamaños, formas, especialidades, etcétera; si bien es cierto que reconoció al menos tres o cuatro, y quizá dos o tres productos específicos, no es menos cierto que una sensación abrumadora de fracaso empezó a poseerle de manera inevitable. No tenía ni idea de qué diablos comprar.

   Acudió raudo al móvil, y disimulando ante la encargada del pasillo, echó una foto para mandarla por whatsapp a su mujer, intentando captar el más amplio cuadro. Pero sabía que esto no iba a ir a ninguna parte: su mujer estaba trabajando y no miraría el teléfono al menos hasta pasada una hora... ¿Qué hacer, pues? ¿Permanecer en el supermercado todo ese tiempo esperando la contestación y tirar una hora de su vida dando vueltas y más vueltas por los repetitivos pasillos?

   ¡Aciago destino! Se lamentó el pobre idiota.

   Empezó, efectivamente, a pasear, a comprar de esto y de aquello, cosas innecesarias, inútiles algunas. A leer las composiciones. Compró el doble de lo que ya llevaba antes en el carrito, consultando cada minuto el teléfono, exasperado, nervioso. 

   Pasando por enésima vez frente a los cientos de compresas, tampones, salvaslips, que le parecían todos iguales y a la vez todos diferentes, la encargada del pasillo, que ya se había fijado bien en él, se le acercó y le preguntó amablemente si podía ayudarle en algo. 

   No es necesario reproducir la andanada de abstrusas pseudopalabras y extraños sonidos que balbució el hombre como respuesta, cada vez más desquiciado por una tontería como aquella. La chica, crispada, se alejó; el hombre fue a comprar la octava botella de vino, y algunos snacks, de los que tenía ya provisión para meses.

   Pensó en comprar toda la variedad de compresas, como había hecho con las cuchillas de afeitar, por ejemplo; pero algo en su interior le advertía de que esto sería una especie de fracaso.

   No es necesario detallar el angustioso drama en toda su hondura, el hombre, finalmente, pasó por caja y pagó. 

   En el aparcamiento, después de cargar todo en el maletero del coche y en los asientos traseros, escribió a su mujer, compungido: "no he comprado los salvaslips, no sabía cuáles eran", y acompañó la frase de una cara triste y amarilla.

   Recién guardado el teléfono en el bolsillo, y ya dispuesto a arrancar el vehículo, pensando si resistirían los amortiguadores semejante carga, sonó el silbido aquel del Bueno, el Feo y el Malo, desde su bolsillo; ¡pudiera ser que su mujer al fin hubiese contestado!

   "Da igual, todavía quedan".

   Ella también acompañó el mensaje de una cara amarilla, pero sonriendo.

   Nunca se lo iba a contar a nadie, y solo nosotros lo sabremos, pero el hombre echó a llorar durante un buen rato, allí con el coche arrancado en el aparcamiento, y después a reír. Afortunadamente había comprado pañuelos de papel suficientes para limpiarse esa cantidad de mocos y lágrimas.

Comentarios

  1. Ja,ja,ja...es un tormento que le aplicamos de vez en cuando a los novios o maridos(en mi caso se lo aplique a mi ex...)...peor que cualquiera que imaginara Vlad Dracul...😂😂😂(me ha hecho el dia...)

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