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Mostrando entradas de enero, 2022

Un hombre en un aparcamiento

 Hay un hombre llorando dentro de su coche, en el aparcamiento.    Debe llevar llorando por lo menos media hora, piensa una mujer, porque ella ya se fijó en él antes de entrar al Gran Bazar Asia, y claro: le llamó la atención ver a aquel hombre llorando, espectáculo si no asombroso, sí poco común. Ahora, recién salida, con sus compras resueltas, el hombre sigue allí, en su coche, llorando en medio del aparcamiento. Por eso sabe la señora que lleva por lo menos media hora.    El coche está perfectamente metido en la plaza, la misma distancia de un lado que de otro a las líneas blancas pintadas en el asfalto.     El hombre también está perfectamente sentado. Como le enseñaron sus mayores, podemos suponer, con la espalda recta, la cabeza alta; la vista, si estuviese fijada en algún sitio, diríamos que lo está al frente; pero parece más bien que se pierde en horizontes inexorables. Llora sin parar, como un motor al ralentí.    Además de la señora, muchos de los que por allí pasan, yendo y

Un Tío Guay

 Estando en el coche con Óliver, mi bienamado hijo, esperando que nos den las horas para arribar a la deleznable escuela (¡a la que tiene que ir todos los días! Y digo deleznable porque ha dejado claro esta mañana que él odia el colegio; aunque en cuanto llega, parece, paradójicamente, amarlo, parece disfrutarlo como si se tratase de un centro de juegos, más que de un centro penitenciario... en fin); estando en el coche con Óliver, mi hijo, le he preguntado "sobre qué puedo escribir hoy en mi blog, mi famoso blog, paralipomena", y él, ni corto ni perezoso, bueno, un poco perezoso sí que estaba, que era bien temprano, me ha dicho: "pues sobre mí, un guay al que le gustan los videojuegos".    Esto de preguntar a Oli sobre qué escribir no viene a que se me hayan acabado las ideas, ni a que piense que las suyas serán mejores que las mías, sino que sigo dándole vueltas al tema de escribir sobre cualquier cosa, es decir, escribir por escribir, sin importar quién te lea y

Salvaslips

 Érase una vez un hombre al que le fue encargada la misión, aparentemente sencilla, de comprar salvaslips.     La que se lo había encargado era su mujer. Llevaban ya casi veinte años juntos, y en esos casi cuatro lustros el hombre debía de haber acompañado a su mujer a comprar salvaslips, y otras cosas, al menos, calculó así a bote pronto, unas mil veces. Y tal vez, se dijo, fuese este el problema: que siempre, o casi siempre, había hecho él de acompañante, de mero comparsa, de, digámoslo a las claras, bobalicón, en tales asuntos.     Porque el hecho es que una vez estuvo en el supermercado, frente al maremágnum de marcas, tamaños, formas, especialidades, etcétera; si bien es cierto que reconoció al menos tres o cuatro, y quizá dos o tres productos específicos, no es menos cierto que una sensación abrumadora de fracaso empezó a poseerle de manera inevitable. No tenía ni idea de qué diablos comprar.    Acudió raudo al móvil, y disimulando ante la encargada del pasillo, echó una foto par

De la página en blanco y de lo que oculta.

 No voy a mentir; no tengo nada que escribir, se me ha acabado el fuelle, estoy vacío, seco, la página en blanco que tengo enfrente refleja la página en blanco que soy.     Y a pesar de ello, aquí estoy, tecleando.     Tengo siempre la ligera sensación de que si no lo hago, algo le falta a mi día, aunque en términos más rotundos prefiero expresarlo así: si paso un día sin escribir me muero. Soy drástico, sí, y me gusta serlo.     La cosa es que verdaderamente no tenía, hace un minuto, nada que decir; y no teniendo: llevo ya unas líneas. Seguramente siempre hay algo que sacarse de dentro.     Miserias, pesares, alegrías, ensoñaciones, escenas imaginadas, o reales, que se truncaron y la imaginación enmienda (o simplemente trastoca).     Hace poco la escritora, y amiga, Rosa Sanmartín, escribía en su blog: "Es verdad que, en última instancia, los personajes son creados por uno mismo, que los dotamos de identidad, de vida propia. Les hacemos creer que pueden actuar, tomar decisiones,

La mosca

 Érase una vez una mosca que se metió en un desagüe.     Entró, posiblemente, atraída por los deliciosos olores que surgían de la boca enrejada; pero una vez dentro se dejó fascinar más que por los olores, que seguían intensos, por las corrientes extrañas de aire cálido, pesado.      Era una sensación del todo desusada volar así, con las alas cubiertas de una fina película húmeda. Todo era humedad, en verdad. Se trataba de una dificultad en el movimiento no exenta de interés; le gustaba, diríase, volar así, en ese entorno adverso y al mismo tiempo cómodo, una paradoja que no parecía advertir la mosca, o que si advertía, no le otorgaba la más mínima importancia.     Pero había más, mucho más: ecos, fosforescencias, ratas mojadas, detrito, muerte, putrefacción y crecimiento desbocado por doquiera pasase zumbando. Siempre zumbando.      Con el tiempo la mosca devino habitante de la cloaca, con carta de residencia legítima, digamos.     ***     En esta parábola, que en verdad no es una par

Luna

 No miro la luna, nunca, pero como soy un gran farsante, un escritor, empiezo un texto titulado así, Luna. Porque sé que la luna es un objeto de interés en la literatura; la mora, la roja, la llena, la que sonríe (o de Cheshire), la que transforma hombres en lobos, etc.     Se presta al palíndromo: anula la luna.      Bajo su luz se besan apasionadamente los amantes, y Jack, el destripador, hurga en los pechos de las putas de Whitechapel, en busca de sus corazones. Todo sucede bajo la luna, pero en el Eclesiastés dejaron escrito "bajo el sol"; y el sol deslumbra, enceguece, quema...       Pero no miro la luna, ya lo he dicho, nunca. Ni yo ni nadie. Puede que antaño, hace quizá cincuenta años, hubiera un hombre, el último, que antes de morir, por vez postrera (para él y para la raza humana), mirara la luna. Y ya nunca más, nadie, volvió a hacerlo. Se quedó sola Diana, Selene, olvidada en el cielo, relegada a ente ficticio, a existir solo aquí, en la literatura.     ¿Y si dejo

Los dibujos en la alfombra de Ibn Arabi

   El sabio meditaba en sus aposentos. Además de llamarle sabio, le llamaban hombre santo, excelso, elegido de Allah. Eran solo nombres, títulos hueros. En su imaginación, bullente siempre, febril, comparaba estos títulos y honores con los dibujos enrevesados de su alfombra, mientras los seguía con la mirada. Era como un niño.    Como cada día, se dio cuenta de que ya era tarde: de nuevo el té se había enfriado en la tetera.

Baile de hojas secas

   No soy yo el que hace bailar las hojas secas.    Pero cualquiera diría, habiéndome visto llegar a este banco de la calle Posada del Mar, sentarme en el banco, y ponerme a mirar las hojas del suelo, quietas hasta entonces, que de repente han echado a bailar de un lado a otro; cualquiera diría, decía, que soy yo el que hace bailar las hojas secas.    Pero no, no puede ser. ¿O sí?    Temo levantarme, marchar a donde tengo que marchar, y que las hojas paren. ¿Qué sería del mundo si las hojas dejasen de bailar al abandonar yo este banco de la calle Posada del Mar?