Jornada laboral

Una hora trabajando. Bueno, entré antes de las ocho, como siempre, y son las nueve, así que llevo una hora trabajando oficialmente, y casi otra media hora dejando que el trabajo me robe la vida. 

Con un destornillador de punta plana, el más pequeño que tengo, me abro un cortecito, apenas es un rasguño, en el antebrazo izquierdo. La presión se alivia, la máquina vuelve a funcionar.


Dos horas trabajando. Llevo una semana sin cortarme las uñas solo para este momento: me piso bien la mano izquierda con las botas de trabajo, me inmovilzo. Con mucha calma (esa calma que surge de manera inmediata y repentina justo antes de la automutilación) sujeto la uña del pulgar con el pequeño alicate rojo, empujo su boca hasta donde la carne me permite y entonces agarro la uña con fuerza. Tirón salvaje, brutal separación. La presión se alivia, un poco de cinta aislante, la máquina vuelve a funcionar.


Tres horas. Trabajando. Me duele la cabeza, como siempre, y como siempre a nadie le importa, ni a mí. Me arranco los pendientes, los cuatro, de las orejas. Sale más sangre de lo que imaginé. Intento taparlo con cinta aislante, como hice con el dedo, pero no se queda en su sitio. Da igual, al poco deja de sangrar. La presión se mantiene estable, la máquina va como la seda. 


Cuatro horas de trabajo, antes del descanso para el bocadillo (veinte minutos en los que tengo que soportar la inconmensurable estupidez de la cháchara de mis compañeros). He entrado en los astrosos baños para empleados y me he apuñalado entre costillas, con el mismo destornillador pequeño de antes. Cinta americana y listo. Presión estable pero amenaza tormenta.


Cinco. El capataz dice que estoy blanco y me quita del exterior, me manda a la sala de máquinas; cree que me está dando una insolación. Aprovecho para quemarme con los tubos de la caldera, me subo los pantalones hasta las rodillas y me tuesto tibias y pantorrillas. Vomito. Todo en orden.


Seis. Por primera vez durante mi jornada no sé qué hacer, no sé dónde golpear. Estoy un poco desorientado. Me dedico a machacar las paredes con los puños sin mucha fuerza, hasta que rompo el mismo nudillo de siempre: todo se aclara, ya me siento mejor.


Siete horas trabajando. Siento tumefacta la zona donde me he apuñalado, bajo las incontables capas de cinta americana. La piel quemada la noto en algunas partes seca, como tostada; en otras se ha roto y sale un líquido que no es sangre. Estoy empezando a llamar la atención, pero da igual. Cojo mi viejo compañero, el destornillador pequeño, lo introduzco en el oído derecho, lo sujeto bien allí con la mano izquierda, y con la palma abierta de la derecha lo golpeo una sola vez. Supongo que estoy sordo de ese oído, pero la sensación no es de no escuchar nada, escucho una especie de pitido constante; y el dolor de cabeza se ha transformado en un mareo casi agradable. Poca tensión, velocidad de crucero. Ideas agradables.


Ocho horas cumplidas. Pero me piden que termine un trabajo en los jardines, "para que no se quede a la mitad", dicen, que "me quede un poco más" (en el lenguaje de los capataces "un poco más" siempre significa algo menos de una hora, para no tener que marcarlo como hora extra, cincuenta minutos, normalmente). Obedezco. Y en cuanto me dejan solo allí, con el hacha, me corto un pie a la altura del tobillo.

Comentarios

  1. Está claro que el trabajo duele! Me ha encantado.

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  2. Ya sabes que adoro las salvajadas satíricas. Es como tu Tyler Bateman particular. Muy guapo.

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  3. Y yo que pensé que era atroz mi jornada laboral!!!...😯😯😯

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  4. El trabajo, una perfecta máquina de matar, nunca mejor dicho 👌

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